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La cueva del Agua

 

del libro “Cosas de la Vida” Relatos,

de Purificación González de la Blanca

  La mar estaba completamente serena. Recuerdo que la semana anterior había soplado poniente, motivo por el que el agua estaba un poco fría, pero no nos  importaba, porque daba gusto nadar en esas aguas transparentes en las que, con nuestras escafandras, contemplábamos maravillas cada vez que buceábamos.

Bajo nosotros, grupos de lisas buscaban alimento husmeando por el  limo con sus hocicos planos, mientras las doncellas y las viejas se escurrían despavoridas por entre las grietas del acantilado. Erizos, mejillones, lapas, burgaillos y alguna que otra caracola cubrían las chorreantes  rocas, que a veces desaparecían a merced de las mareas. Un grupo de actinias improvisaba un jardín en una pared rocosa y un caballito de mar subía y bajaba al ritmo que le marcaba el imperceptible oleaje.

 Fue entonces cuando decidimos varar el barco en los escasos metros de playa de la Cueva del Agua.

La Cueva del Agua era un lugar casi mágico. En la ladera de una montaña, cortada, como a cuchillo, sobre el  mar en un abrupto tajo de más de cien metros de altura, la acción del agua había abierto una cueva de cuyo interior manaba un manantial de agua dulce. Allí se abastecieron de agua las naves fenicias y se siguieron  abasteciendo las púnicas, las romanas y las árabes hasta quedar perdido en la memoria como una lejana evocación. Ahora su caudal era exiguo.

Decían los viejos que el agua que ahí manaba era la misma que  discurría en el fondo de la sima de la Cueva de las Campanas, en la que arrojabas una piedra y, al cabo de unos segundos se escuchaba el chasquido de su choque contra el agua. Pero esa cueva quedaba bastante lejos, en  lo alto de un monte, detrás de la Torre de la Estancia.

Varamos el barco y, mientras Mercedes volvía a zambullirse, haciendo huir a un pequeño banco de herreras, Miguel, Luís y Carlos se dedicaron a recoger  los aparejos. Antes lo habíamos tenido fondeado algo más de una hora, nadando a su alrededor en busca de pulpos. Yo estaba cansada y me dirigí hacia la pared del fondo, desde donde manaba el agua. Tenía sed. Entonces vi  un resquicio entre las rocas, una fisura por la que se coló precipitadamente un cangrejo. No pude atraparlo y lo perseguí con la mirada.

Me acerqué un poco más, concentrando mis ojos en la oscuridad de la  grieta para poder escrutarla; era casi tan ancha como yo -no me había parecido así en un principio- y de bastante fondo. Decidí colarme, encogiéndome con cierto esfuerzo, tras el rastro del cangrejo, pero no volví a  verlo. Una especie de pelota grande y redonda, que reposaba sobre el suelo, llamó mi atención. Había distintos objetos, impregnados de alquitrán, dispersos a su alrededor: una botella, media hélice, corchos, un trozo de  red, cañas y varios palos... Me agaché con dificultad y extendí mi mano hasta tocarla, pero se me resbalaba. Cogí una caña e intenté rodarla hacia mí. Era inútil. Hice un intento por comprimirme y deslizarme un poco más  adentro. Y lo logré. Rodé la bola con mi pié hasta poder por fin atraparla, pero sólo la retuve segundos, el tiempo suficiente como para arrojarla horrorizada.

Era una calavera.

 Y lo que había tomado por palos eran huesos.

Me lo confirmó Clara Alonso. La llamaban la tinajera porque de joven vendió tinajas. Ahora era una anciana jorobada que a duras penas podía mantenerse de  una exigua pensión y de la ayuda que le proporcionaba un corral de gallinas. Tiempo atrás hubo un desaparecido en el pueblo.

Decían que se fue a América con el dinero que ganó al vender su rebaño, y que  dejó a la familia abandonada. Ella lo escuchó muchas veces relatar a su madre, aunque todo eran suposiciones.

Ramón, el de los bueyes, había logrado hacerse con un buen rebaño de cabras y algunas vacas. Con el apoyo  de varios años de lluvia y abundantes pastos, casi sin darse cuenta, amasó un pequeño capital.

Ramón era la envidia de propios y extraños cuando lo vieron desplazarse con el ganado, hacia la Feria de Ganado  de Motril. Desde todos los puntos de la comarca acudían ganaderos, compradores y vendedores, dispuestos a realizar un buen negocio.

Sólo lo separaban treinta kilómetros de distancia, pero era necesario  desplazarse con calma y tiempo sobre un camino que servía de vía pecuaria o carretera comarcal, a conveniencia, y que discurría a grandes trechos sobre los acantilados.

Era la mejor operación de su vida.  Había vendido sus vacas y cabras, en un lote, por tres mil reales de vellón, y podría, por fin, realizar los arreglos que, desde hacía tanto tiempo, tenía pendientes en el cortijo: reparar los tejados, sacar dos  habitaciones más para las hijas y arreglar la cuadra de los mulos. Su mujer se pondría loca de alegría, le bastaría ver su cara, en el momento en que asomara por la puerta, para saber que todo había salido  extraordinariamente bien.

Se comerían juntos unas habas con jamón, de esas que ella sabía preparar como nadie en el mundo, para celebrarlo. El rodal de habas que había plantado este año había salido extraordinario y  las vainas estaban metiendo de un día para otro, brillantes y jugosas. Ya se podían recoger las primeras. Nada mejor que sembrarlas cada año en un sitio diferente del huerto, para que no les salieran los pinillos, que  las volvían amargas. Y le daría ocho reales al chavea que le echaba una mano con los mulos. Lo contento que se iba a poner. Seguro que se compraría unas albarcas nuevas.

 Estaba eufórico cuando llegó el recovero, con su mulo cargado hasta las trancas, portando novedades:

En Cuba se estaba poniendo la cosa muy fea porque se había iniciado una revuelta con muy malos  augurios. Decían que habían matado a los hermanos Montero, vecinos de Motril; que eran muchos los muertos en emboscadas de los rebeldes; que el peor de los enemigos eran las enfermedades raras, que acababan con la vida  de muchos muchachos; y que eran más los que morían por la calor, por la picadura de bichos o por beber aguas malas que por los tiros.

Todos fueron acudiendo para escuchar por boca del hombre las últimas  noticias. Eran verdad los rumores, los rebeldes traían en jaque a los militares españoles y le estaban tomando el pelo al General Martínez Campos.

Ese hombre no valía, no tenía agallas para hacer lo que  había que hacer, para coger y fusilar a esa gentuza negra que se creía con los mismos derechos que los españoles. El gobierno no se enteraba, ya estaba bien de contemplaciones, había que quitarlo de ese puesto y poner a  otro con más huevos.

-Pero si esos negros también son españoles, intervino un ganadero ilustrado, dejando boquiabiertos a los congregados, que comenzaron a discutirle su afirmación, completamente incrédulos.

-Españoles negros contra españoles pobres, dijo otro de los contertulios -reflexionando a viva voz en contra de la política del Gobierno-, porque los que tienen ocho mil reales se libran de ir a Cuba.

 -Eso es verdad, dijeron varios de ellos, en afirmación casi unánime, mientras miraban de reojo, no fuese a haber por los alrededores alguna autoridad y se buscaran un compromiso.

En ese momento el recovero  decidió continuar su camino y uno de los congregados propuso a Ramón rematar la conversación en la taberna.

-Pago yo, dijo él, con síntomas de embriaguez, mientras extraía de debajo de la pelliza un fajo de  billetes que exhibió con alarde. Un destello de codicia brilló en los ojos del improvisado amigo, que esbozó una sonrisa mientras trataba de dar largas a la conversación.

 -Es tarde, dijo Ramón, con la lengua trabada, no quiero que me coja la noche.

Salió desde detrás de una peña. Llevaba un hocino en la mano derecha, pero él no se percató. Iba a decirle que se alegraba de  verlo pero se puso en guardia cuando advirtió la muerte en su mirada.

Todo transcurrió en cuestión de unos segundos. En un gesto fulminante, el hocino le rebanó el cuello mientras él se llevaba las manos al pecho  apretando contra sí los billetes de su desventura. Notaba el calor de la sangre, que manaba a borbotones y le escurría por el pecho hasta llegarle al refajo, y las fuerzas comenzaron a faltarle. Pero se debatió y trató  de defenderse, consciente de lo que iba a suceder, durante los interminables minutos en que el agresor le arrancaba la ropa violentamente, para robarle su tesoro, y lo arrastraba por los pies hasta el tajo.

 El terror lo invadió, defecó en los pantalones y se resistió cuanto pudo, pero estaba acabado cuando su enemigo lo empujó por el borde del precipicio.

Ramón, ya en estado de inconsciencia, fue golpeándose  contra las afiladas rocas hasta estrellarse en el fondo, ochenta metros más abajo.

El oleaje jugó con su cuerpo durante varios días hasta arrinconarlo en la grieta de una cueva. Era el mes de noviembre de  1871.

Ramón nunca tuvo viuda ni huérfanos, sólo familiares resentidos que no aceptaban la teoría del asesinato y lo suponían en América.

Tras la aparición de sus restos, su defunción fue  certificada, a lo noventa y ocho años del crimen. Pero ya nadie recordaba a Ramón, el de los bueyes.

 

 

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